domingo, 23 de septiembre de 2012

PREJUICIOS

7 de mayo
Alicia y Susana estaban sentadas tranquilamente sobre la hierba alta y verde del parque de la Manzana.
-Entonces, ¿qué le vas a decir? - preguntó Susana. . No se puede salir con la suya, eso seguro...
No lo sé, tía. Pero me esta rallando. Anda, acompañame al chino a por unas chuches...
Entraron en la tienda. El paraíso de cualquier niño adicto al azúcar y a los sabores intensos. Susana paseó desinteresadamente la vista por el establecimiento Azúcar, azúcar, y mas azúcar... patatas, ganchitos, pica pica, chocolates... todo aquello le producía verdadera repulsión. Ella, una amante de la comida sana, la fruta fresca y la verdura al vapor, no podía ni ver toda esa.. comida. Sin embargo Alicia se sentía en la gloria. Amaba por encima de todas las cosas el azúcar, era una verdadera adicta. Se fundió los cinco euros que llevaba en golosinas, algodón de azúcar...
Salieron a la calle.
-Tía, estas tiendas no deberían existir. - objetó Susana. - Mira a todos esos niños pequeños obesos... pobrecitos ¿no? Tan pequeños y con un cuerpo así desde le inicio de sus vidas...
Alicia la fulminó con la mirada. Miró hacia abajo juzgando sus caderas, y los michelines que le sobraban. Había engordado. Desde la última vez que se pesó, como cuatro kilos. - Y no, no me mires así, sabes perfectamente que debes adelgazar, te lo vengo diciendo desde hace unos meses...
- Por Dios, cállate ya, que me da igual estar así ¿sabes? No necesito una guardiana, gracias.
En el fondo Alicia estaba muy preocupada por su físico, pero no quería contárselo a nadie, ni siquiera a una de sus mejores amigas, por si la gente se enteraba de que le importaba demasiado, y empezaban a meterse con ella por eso. Porque ella no era bien recibida en muchos sitios y cualquier excusa valía para agredirla.
- Pues no debería darte igual, porque tú estarías mucho más guapa y sana si fueras delgada. - dijo con aire sabiondo
Alicia frunció el ceño. Aquello había dolido. Bastante. Estaba realmente obsesionada con su cuerpo, era el tema central de sus pensamientos... Cada comentario de sus amigas al respecto de ella se clavaba como un cuchillo en su moral. Pero es lo que había. Y había que aguantarse.
-Que sí, que vale... que me da igual...
-Pues no debería. Yo que tú me preocuparía más por mi físico.
Aquello era para estamparla contra la pared, pensó Alicia...
- Joder, que me da igual, ¿sabes? ME DA IGUAL, dejame en paz.
-Tía pero si yo lo hago por ti...
-Estás obsesionada.
-No... estoy preocupada.
-Y pesada. - añadió Susana.
-Pero, ¿de verdad que te da igual todo esto? ¿Te da igual como te vea la gente? No puedo creerlo.
Y hacía bien en no creerlo, porque Alicia sufría lo inimaginable con su aspecto. Pero no podía decírselo a nadie. No. No podía arriesgarse a volver a sufrir por su cuerpo. No sería capaz de aguantar las constantes burlas de sus compañeros.No otra vez. 
Decididamente, lo mejo sería seguir finjiendo.
-Me da igual.



Un año atrás...

Andaba cabizbaja por la calle que recorría todo el barrio, desde su casa hasta el colegio. Eran las ocho menos veinte de la mañana, y las clases comenzaban a las ocho. Pero ella siempre se adelantaba bastante tiempo para que nadie la viera pasar. Se moría de vergüenza con solo pensar en cruzarse con alguno de sus acosadores, que no eran pocos. Faltaban veinte metros, torcer la esquina, y por fin estaría a salvo en el baño. Un día más huyendo del mundo, de la gente, soportando gritos, burlas, vaciles de sus compañeros… un día más de mi triste vida, pensaba. Torció en la esquina y alzó la vista. Problemas. Un grupito de chicos de unos catorce años estaba sentado en un coche en la puerta del instituto. Les había visto alguna vez por el pasillo, siempre en pandilla, rodeados de chicas y metiéndose con los débiles… Y ella tenía que pasar por ahí si quería entrar a su guarida, el baño. Se acercaba al lugar en el que las fieras charlaban, aunque para ella la conversación más o menos civilizada que mantenían se asemejaba a los gritos de los leones. En seguida oyeron sus pasos y los cinco que eran se giraron para ver quién iba tan temprano a clase. Se oyeron cuchicheos entre ellos, pero no precisamente por si iba guapa, estaba buena o tenía buen culo, no. Nunca la gente hablaba bien de ella. Jamás ningún chico le había dicho que era guapa, ni las pocas amigas que tenía fuera del instituto le decían que bien vas hoy, ni mucho menos había salido con un tío. Eso era como una meta inalcanzable para ella. Pasó por delante de ellos con la cabeza gacha y abrió la puerta de hierro que cerraba el colegio. Pero cuando fue a entrar, una mano le cortó el paso y tiró de ella hacia atrás, hasta el punto de hacerla tambalearse, perder el equilibrio y caer al suelo. Sí, se cayó al suelo. De culo. Uno de los chicos que había presenciado la escena se acercó a ella y le preguntó:
-¿Estás bien culo gordo? ¿Te has hecho daño? Bueno, con ese pedazo de culo que tienes no creo, más bien te habrá hecho de almohadilla ¿no?
Unas risotadas altas y enérgicas se elevaron durante unos segundos 
por encima de cualquier ruido. Era una risa cruel, como en las 
películas.
Alicia intentó levantarse del asfalto sin conseguirlo, sin fuerzas 
para mirara los ojos a aquellas personas crueles que la hacían 
sentirse una mierda. Su dignidad pesaba demasiado, pero ahora 
estaba rota, en añicos que se le clavaban en el interior y a cada paso 
que daba le hacían una pequeña herida más, que escocía mucho.
Los chicos siguieron con sus bullas y risas altas, dando fuertes pisotones en el suelo de piedra. La chica seguía en en el suelo intentando levantarse sin éxito, su mochila pesaba demasiado, decía para sí misma como excusa...
Y se fueron de allí, dejándola tirada sin fuerzas ni ánimo para levantarse.

7 de mayo
-Hola.
-Hola Ali. - saludó Carlota sin entusiasmo.
-¿Qué tal? ¿Qué has hecho hoy? - preguntó Alicia intentando resultar interesante.
- Pues nada, lo de todos los días... ir al instituto, soportar a gente estúpida que dice y hace cosas aburridas, estudiar, acarrear libros de un lado a otro, ayudar a mamá, ir a piano... ya sabes, cero novedades, ¿y tú?
-Pues, nada... He estado toda la mañana en el instituto con Susana, hablando de cosas, y luego por la tarde hemos quedado en la Manzana.
Silencio. Un profundo e incómodo silencio se hace a cada lado de la línea telefónica.
-Ah. - consigue por fin articular Carlota.
- Lo siento, es lo que hay. Es mi única salida y te recuerdo que aunque tú no la soportes para mi ha sido la persona más importante de diario durante todos estos años. Lo siento... además, ¿qué más te da? - se justifica Alicia
- Me da, claro que me da. Y yo te recuerdo que es una idiota que ha perdido todo lo que tenía porque no sabe mantener amistades y hace daño a la gente. No acabaréis bien, Ali, te estoy advirtiendo, a tiempo, estas a tiempo de cambiar las cosas.
- Carlota... - balbucea Alicia - déjalo ya...
- No, no lo puedo dejar, ¡sabes que no! Me saca de quicio y lo sabes. Deja de hablar con ella. Te hará daño. Mucho. Estás a tiem...

Alicia cuelga con un solo movimiento de su dedo pulgar y deja el fijo sobre la mesa con un golpe. Estúpidas. Todas sus amigas son así, intenando controlar su vida, lo que hace con quién se relaciona, ¡qué come! Es desesperante. Pero es lo mejor que tiene y lo único que puede pedir. Y no se arrepiente de haberlas conocido.


Hace un año…

Los chicos giran en la esquina de la calle de más arriba, haciendo ruido, gritando, pegándose unos a otros. Y Alicia sigue ahí, en el suelo, bloqueada. Ella sabe que podría levantarse perfectamente y correr a esconderse en el baño, a salvo de todos, a salvo de cualquier grupo de chicas que la juzgue por estar sola, por no estar rodeada de otras tantas pavas pasándose cigarrillos. Es el único lugar en el que solo las baldosas o las paredes podrán mirarla con desprecio. Allí está tranquila. Y sin embargo, sigue sentada en la calle, con el peligro de que pase cualquiera y la vea. Está bloqueada, con la moral por los suelos, y pesa, mucho.
Llora. Un mar de lágrimas inunda sus ojos, y descienden lentamente por sus pómulos con impotencia. Llora por ser así de desgraciada. Llora porque no hay nadie que la valore y mucho menos que la quiera. Llora por no ser escuchada. Llora porque está encerrada en una cárcel. En la cárcel de sí misma. Llora porque no es capaz de mostrarse a los demás con naturalidad. Llora por ser despreciada injustamente. Llora por impotencia, porque ese tipo de gente se meta con ella y ni se paren a  pensar en sus sentimientos. Llora porque esa gente cruel sea libre y feliz y sin embargo ella, que no ha hecho nada a nadie, tenga que estar ahí, sentada en medio de la calle, sintiéndose tan desgraciada. La verdad es que da pena, ofrece una imagen realmente digna de pena.
La sociedad es injusta, mucho. Es la ley del más fuerte, y el que se queda atrás y solo se jode. Así de simple.








Oye unos pasos a su espalda y haciendo un gran esfuerzo se incorpora, fingiendo que nada ha pasado. Pero antes de que eche a correr hacia el baño, una mano la agarra del brazo. Otra. Pero esta vez no es para tirarla al suelo y torturar sus sentimientos. Es la mano amiga de un chica de 3B.

-Hola. ¿Estás bien? – una chica con el pelo muy rizado y la cara llena de pecas la saluda con mueca interrogante. – Es que te he visto en el suelo, y me preguntaba cómo habías llegado hasta ahí. – dice con gesto preocupado.
- Ah, sí, es que me he caído al suelo, que estoy un poco tonta… - intenta reír pero se le saltan las lágrimas. – Estoy bien, gracias.- susurra con voz ronca. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por ella o sus sentimientos. Alicia la mira a los ojos. Son muy bonitos y reflejan alegría y despreocupación.
-¿Estás segura de que estás bien? – pregunta Susana no demasiado convencida.
- Que sí, que sí, estoy perfecta, gracias. – Alicia intenta sonreír más convincentemente, hasta llegar a enseñar sus perfectos dientes blancos. – simplemente me he tropezado y hecho daño. – miente.
- ¿Sí? ¿Dónde? Será mejor que vayamos a enfermería, la doctora sabrá qué hacer…
-No, en serio, que estoy bien – Alicia se retiró con más brusquedad de la que habría querido. Se dio cuenta de que a Susana le había molestado ese gesto y compuso un débil `gracias’ que intentó sonar dulce antes de coger su mochila azul de flores y irse corriendo de allí.



Entró corriendo en el baño del colegio y cerró la puerta con pestillo. ¡Por fin sola! Eran las ocho casi menos diez. Tenía unos siete minutos de descanso vital. Se dejó caer junto a la puerta y enterró la cabeza entre las manos. Estaban frías aunque en la calle hacía calor. Es el vacío de amor lo que hace que las personas estén frías, recitaba su madre. Estiró las piernas que estaban llenas de arañazos y magulladuras y sacó un potingue blanco que su madre siempre desde pequeñita se había empeñado que llevase en su mochila por si tenía cualquier accidente, para aliviarse el dolor. Se lo untó en las manos con parsimonia y después se lo pasó por las piernas

jueves, 13 de septiembre de 2012

SARA

CAPÍTULO 1

Sara caminaba entre la multitud con paso ligero. Vestía una camisa blanca, pantalones negros y un pañuelo rosa atado al cuello como si fuera una bufanda. Su pelo ceniza, casi dorado, ondulado y que llegaba hasta la cintura, se movía de un lado a otro a cada paso que daba. Llevaba entre las manos una carpeta azul con una carta muy importante. Debía entregarla en correos antes de las 11. Faltaban cinco minutos. Cruzó el paso de cebra en rojo, con el peligro de ser arrollada por algún coche. Pero es que tenía mucha prisa. Tenía que entregar aquella carta que la conduciría a la felicidad o al desastre. Su amiga Marta le había repetido mil y una veces que no lo hiciera, que no se podía jugar con el destino de esa manera, pero Sara era demasiado cabezota para dejar escapar la oportunidad de saber su futuro. Dos minutos. No iba a llegar. Echó a correr por la Avenida del Pinto Pinto. Allí estaba, por fin, la oficina de correos: al final de la calle resaltaba un cartel amarillo con letras en azul que ponía Correos. Un minuto y medio. Intentó correr más rápido pero sus piernas no daban para más. De repente, dentro de su bolso de empezó a sonar la canción de Someday. Alguien la estaba llamando. Qué inoportuna es la gente, pensó. Abrió su bolso para buscar su móvil sin dejar de correr. Rebuscaba entre sus cosas sin encontrarlo. Barra de labios, espejo, papeles, bolígrafos, la cartera, las llaves, una colonia, el metrobus… todo menos el móvil, que debía estar debajo del todo. Abrió por completo el bolso con brusquedad y casi metió la cabeza en él. Maldito móvil… además la música seguía sonando y eso la estresaba mucho.  De pronto notó una mano que la agarraba del brazo y tiraba de ella hacia atrás. Sara se volvió hacia atrás rápidamente, con una mezcla de enfado y sorpresa.
-¡Ey! Ten cuidado, ¿no ves que están pasando muchos coches y que te pueden atropellar?
Sara estaba confundidísima. De repente un chico alto, rubio y de ojos de color miel la acababa de salvar la vida, y ella solo quería irse de allí para entregar la carta aunque la estaba cogiendo del brazo el chico más guapo que había visto en su vida. Se quedó en blanco, sin saber qué decir.
-Eh, esto… gracias… yo… yo… gracias. – dijo muy bajito. Bajó la mirada disimuladamente y su flequillo dorado la cubrió los ojos.
-De nada, es que veía que ibas a cruzar sin mirar, me he asustado y he corrido hacia a ti para pararte.
-Ya… estaba despistada… lo… lo siento. Gracias por salvarme. – sonrió tímidamente. – Bueno tengo que irme. Ya nos veremos.
-Espera, todavía no cruces, que sigue en rojo. – la advirtió. – Me llamo Javier, ¿y tú?
-Ah, yo me llamo Sara, encantada. – se presentó. La conversación empezaba a fluir. - ¿Cuántos años tienes?
- Diecisiete ¿y tú?

-Los mismos – dijo con una pequeña sonrisa. Consultó su reloj. Las once y un minuto. Joder, había perdido la oportunidad de su vida, había perdido la oportunidad de cumplir esa promesa que tanto tiempo llevaba queriendo cumplir. Todo por culpa de su hermana pequeña y un estúpido semáforo. Bajo la cabeza, apenada. Javier lo notó.
- ¿Qué te ocurre? – le preguntó amablemente. Le levantó la cabeza cogiéndola con su mano derecha por la barbilla y la miró dulcemente con sus profundos ojos azules. La observó durante unos instantes. Sus ojos de color miel, cálidos como si se tratasen de los rayos del Sol, los adornaban sus largas pestañas. Su piel blanquísima, como si fuera cera. Y su flequillo recto de cortinilla le llegaba justo por la altura de las cejas. Y una nariz perfecta y pequeña. Era bonita, sí.
- No es nada… - balbuceó apartándose ligeramente. Ella también se había quedado embobada mirándole. Se había olvidado del lugar y del tiempo perdida sin vuelta en aquellos fríos ojos azules. Eran un mar de soledad y distancia, su mirada estaba perdida. Pero eran hermosos, mucho. Su pelo negro como el carbón lo llevaba bastante corto, y peinado en punta. Y su cuerpo atlético. Le sacaba cabeza y media a Sara. – Tengo que irme. – Si fuera por ella se quedaría allí, con él, sin moverse, toda una vida al lado de ese chico maravilloso, guapísimo y perfecto.
- Si quieres puedo acompañarte adonde vayas. No tengo nada que hacer- Javier la miró con complicidad y acto seguido la guiño un ojo.
- Ah pues iba a  entregar una carta en Correos, si quieres venir y acompañarme… - dijo mientras se revolvía suavemente el pelo.
- Vale -dijo echando a andar. - ¿A la oficina de de esa calle? – preguntó señalando al frente.
Sara asintió.
Echaron a andar hablando de temas como, qué bonita ciudad, y tú dónde vives, a qué te dedicas, dónde estudias...
Sara contestaba con lentitud a la preguntas porque estaba nerviosa. Es algo que le había pasado desde pequeña, que cuando conocía a alguien nuevo se ponía muy nerviosa, empezaba a hablar atropelladamente y le costaba mucho encontrar las respuesta adecuada a las preguntas que le hacían. Además no podía evitar sentirse mal. Estaba paseando por la calle con un chico que se había ofrecido a  acompañarla y ella... tenía novio. Sabía que no tenía por qué sentirse mal, porque al fin y al cabo, no estaba haciendo nada malo, pero ella tenía un sentimiento de culpabilidad inexplicable. La presión iba aumentando en su pecho, mientras que aparentaba no pasarle nada, respondiendo a las preguntas tontas que Javier le hacía.
Cada vez que pensaba que estaba que estaba con aquel chico que había conocido hacia tres minutos, pero que su corazón pertenecía a otro muy distinto, tenía ganas de echarse a llorar. Sus ojos enrojecían y miraba hacia abajo. <Parezco tonta,> pensó, <esta es una oportunidad de oro y la estoy desperdiciando.> Pero esque ella tenía una buena razón para sentirse así.